Había una vez un hombre que lo podía todo.
No sé si era un hombre del tiempo en que las magias eran
verdaderas o un hombre que llegó a conseguir todo lo que el condición terrena
se puede alcanzar. Su nombre era simplemente el-hombre-que-todo-lo-podía.
Cierto día, el-hombre-que-todo-lo-podía se cansó del
tráfico de su metrópoli y buscó lugares solitarios para poder oír el silencio y
gozar de la tranquilidad de estar parado. Pasados algunos días, comenzó a
reflexionar y con la reflexión vino la turbación. Se dio cuenta de que no esta
parado en absoluto. Se encontraba girando a una velocidad de 1.700 km. por
hora, pues ésta es la velocidad con que gira la tierra sobre su eje. Se cansó
de la tierra, que lo arrastraba todo irresistiblemente.
Como era el-hombre-que-todo-lo-podía, resolvió abandonar
el suelo terrestre y situarse por encima de él, más allá de la estratosfera, en
el tranquilo silencio de su satélite. Corría mucho; pero, al menos, giraba
sobre su eje a una velocidad inferior a la de la tierra. Pero cierto día se
sobresaltó su corazón. Se percató de que nada había conseguido en su huida. En
realidad estaba girando junto con la tierra y con todos los seres que se hallan
bajo su campo de atracción, a 107.000 km. por hora alrededor del sol.
Ideó una solución que le iba a garantizar su tranquilidad.
Decidió salirse totalmente de la órbita terrestre. Y fijó su morada más allá de
la órbita de Júpiter. Allí iba a estar, por fin, libre de la asfixiante
velocidad de la tierra. Pero al poco tiempo volvió a sentirse súbitamente
preocupado. Pese a haberse alejado mucho de la tierra, no había logrado todavía
huir del sol. Con el sol y todos los demás planetas del sistema solar, se
encontraba girando a 774.000 km. por
hora en torno al centro de nuestra galaxia.
Como era el el-hombre-que-todo-lo-podía, decidió
trasladarse fuera de nuestro sistema solar. Buscó otros parajes cósmicos. Se
instaló allí, tan lejos y tan tranquilo, que le importaba muy poco saber en qué
sistema estaba situado. Por lo menos estaba fuera de las vertiginosas velocidades
del sistema solar.
Pero cierto día tropezó con un dato que le quitó por
completo la tranquilidad que había encontrado. estaba, efectivamente, girando a
una velocidad de locura, 2.172.000 km. por hora, acompañando a nuestra galaxia
en un viaje en torno al centro de un conjunto de 2.500 galaxias vecinas.
Se enfureció. Intentó todo lo que podía (no olvidemos que
se llamaba el el-hombre-que-todo-lo-podía); se puso a andar en sentido inverso
al movimiento de la galaxia, despacio, muy despacito. Con relación a la
velocidad exorbitante de los demás podía sentirse verdaderamente parado.
Pero cierto día enmudeció aterrorizado e impotente. Se dio
cuenta de algo terrible, para su tranquilidad: integrado en el conjunto de
todos los cuerpos celestes (tierra, sol, galaxias, conjunto de galaxias) estaba
corriendo, o mejor, huyendo, a una velocidad de 579.000 km. por hora, de un
punto del espacio donde, muy probablemente, todos los cuerpos celestes tuvieron
su origen en una gigantesca explosión ocurrida diez mil millones de años antes.
El-hombre-que-todo-lo-podía, repentinamente, intuyó que no
podía más. Por más que huyera, no huía suficientemente. Estaba llevado por algo
mayor que él, que lo envolvía. Buscar la tranquilidad significaba perderla.
Y el-hombre-que-todo-lo-podía renunció a su nombre y a sus
pretensiones. Regresó humildemente a su tierra y, una vez en ella, tornó a su
casa. Se sentó tranquilamente en su balcón y aprendió a contemplar con
tranquilidad las cosas que, a pesar de las velocidades a que estaban sometidas,
no se alborotaban ni se enfurecían, sino que estaban como paradas en su serena
tranquilidad y en la tranquila serenidad de una naturaleza muerta. Aceptar y
acoger la velocidad era encontrar la tranquilidad. Era encontrar la gracia de
todas las cosas.
Leonard Boff. “Gracia
y liberación del hombre”. p. 290
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