Voy a hablaros de Dios cual si fuera a crearlo.
El es esta alegría que me llena por dentro.
Cuántas veces, amigos, yo me encuentro de súbito
con toda la fragancia de su júbilo inerme.
El pulso de Dios tiembla en las cosas pequeñas
y sé que su mirada se detiene despacio
en el trozo de pan que sobró de la cena
o en el vaso de agua que bien cuidó el cansancio
de un pobre esta mañana.
Mi ignorancia de Dios se me nubla esta tarde.
El está, yo lo sé, en el paño que cubre
tan húmedo y tan blando la cantarera allá...
Y en esta azul nostalgia de mi infancia perdida;
por volver a encontrarme con el niño de entonces.
Voy a hablaros de Dios sin saber lo que digo
o quizá tan sabiéndolo que no existan palabras
donde quepa su luz.
Voy a intentar hablaros de este Dios
que me habita la fiebre de mi espera.
¿Cómo puedo yo hablaros de Dios
si está dentro de mi piel, mi saliva,
de mi sangre y mi tuétano?
Debería romperme como un cántaro ahora
y derramarme en agua de El por todo el surco
de este poema último dolorido de amor
o deciros tan sólo que de El yo no sé nada.
O sí, tal vez, Dios me ha sorprendido
la boca algún ocaso, y ha estallado en mi cara
en su roja quemadura.
Me parece que sufro el pudor primerísimo
de una noche de bodas.
Dios me es aún más íntimo que mi cuerpo desnudo.
Sé ahora lo imposible de poderos mostrarlo
porque es como un piropo que se pega a mi piel.
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