Tiempo de adviento
Antes de partir para aquel lugar lejano, y hacia
aquel tiempo indefinido, la esposa le había dicho:
‑ Te encomiendo los chicos.
En esa frase el había intuido todo el programa para
ese tiempo de espera, que alimentaría el anhelo del retorno. Los intereses de
su esposa ausente, serían para el ahora sus propios intereses. En cada actitud
suya de esfuerzo sufrido o de alegría conquistada, sentiría estar cumpliendo la
confianza que en el había depositado el ser amado al partir. La presencia
constante del ausente en regreso sería para el la motivación de cada una de sus
actitudes, la fuente viva de la fuerza para su actuar en las pequeñas verdades
provisorias de cada día.
Muchas veces en su historia de compromiso y de amor
había vivido la ausencia de su esposa. Y muchas veces había tenido que
alimentar la espera, y había tenido la experiencia de la fidelidad del retorno.
Pero nunca la ausencia había sido como esta. Nunca lo había sentido tan lejos.
Ni había sido tan larga la espera. Poco a poco sus cartas se habían hecho menos
frecuentes. Los amigos que venían trayendo noticias de Ella eran raros y hablaban
sólo de datos lejanos y como si fuera de oídas. Y fue entonces que muchas otras
voces y comentarios comenzaron a llegarle cada vez con más insistencia.
Se decía de Ella, que ya no volvería, que se había olvidado
de sus promesas. Le decían que la había olvidado, que su corazón ya no estaba
con el, que tenía sus intereses en otra parte.
Esa ausencia tan prolongada; ese silencio tan
espeso: ¿no eran acaso una prueba de que tal vez los comentarios tuvieran razón?
Y entonces la fidelidad comenzó a hacerse difícil.
Cada esfuerzo por lo suyo se convertía en dolorosa duda. ¿Realmente Ella sentiría
todavía esas cosas como suyas? Esos esfuerzos exigían una fidelidad muy
profunda. Pero, justamente: ¿no era esa fuerza de fidelidad lo que empezaba a
flaquearle?
Fue entonces que los demás empezaron a notar en el una actitud nueva. o al menos, que ellos sintieron como nueva. Por las noches
comenzaron a ver que se encerraba en la intimidad de su alcoba, y que allí en
el silencio de la noche su lámpara permanecía encendida. Muchos pensaron que se
encerraba para llorar. Para desahogarse sin que nadie le viera. Para vivir en
lo secreto la amargura que su orgullo no le dejaba reconocer ante los demás.
Para reconocerse en lo secreto lo que todos creían conocer, y que sólo el parecía querer ignorar. Para confesarse a sí mismo sin testigos, que tampoco
el creía ya en el retorno del que amaba.
Y sin embargo, había un detalle misterioso en esa
actitud. Y era que el salía de esas largas rumias de intimidad, más animosa.
Salía de esas noches con una alegría serena, y una fuerza nueva que le permitía
una profunda fidelidad a las exigencias de cada detalle de su vida de espera y
de dedicación a los intereses de Ella. Volvía para encender en cada hijo el
cariño por la madre ausente y a
alimentar en todos la vigilante espera por su próximo retorno.
Lo que nadie sabía, era que en esa intimidad había
un tesoro que sólo el conocía. Porque ese hombre tenía un corazón
profundamente humano. Un corazón con capacidad de conservar todo lo que había
recibido de vida. Y allí en el silencio de espera de sus noches solitarias,
volvía a releer y meditar aquellas antiguas cartas de amor que había recibido
de Ella. Cartas que en tiempos ya maduros habían alimentado sus esperas, siempre
cumplidas. Cartas que le hablaban de ausencias vividas y de reencuentros
profundos gracias al crecimiento mutuo de la ausencia.
Allí volvía a encontrarse con el corazón de Ella;
volvía a sentirlo latir. La reconocía y no podía negarle de nuevo su sí.
Cierto que esos retornos habían sido siempre retornos provisorios, y que
siempre habían exigido nuevas partidas. Pero en esa vieja historia de amor y
fidelidad había crecido un conocimiento del corazón de Ella. En la lectura de esas
cartas, y en la rumia de esos acontecimientos, el volvía a reencontrar todo
el sentido de su espera y la fuerza para vivir su adviento.
publicado en el libro Fieles
a la vida, Editorial Patria Grande