Los Dos Paraísos
En el patio de tierra de mi casa había dos grandes
paraísos.
De chico nunca me pregunté si ellos
también habrían nacido, crecido, o sido trasplantados.
Simplemente estaban allí, en el patio,
como estaban el cielo las estrellas, la cañada en el campo, y el arroyo allá
dentro del monte. Formaban parte de ese mundo preexistente, de ese mundo viejo
con capacidad de acogida que uno empezaba a descubrir con asombro.
Eran lo más cercano de ese mundo porque
estaban allí nomás, en el medio del patio, con su ancho ramerío cubriéndolo
todo y llenando de sombra toda la geografía de nuestros primeros gateos sobre
la tierra.
Ellos nos ayudaron a ponernos de pie,
ofreciéndonos el rugoso apoyo de su fuerte tronco sin espinas. Encaramados a
sus ramas miramos por primera vez con miedo y con asombro la tierra allá abajo,
y un horizonte más amplio alrededor.
Los pájaros más familiares, fue allí
donde los descubrimos. En cambio los otros, los que anidaban en la leyenda y en
el misterio de los montes, los fuimos descubriendo mucho después, cuando
aprendimos a cambiar de geografía y a alejarnos de la sombra del rancho.
Fue en ellos donde aprendimos que la
primavera florece. Para setiembre el perfume de los paraísos llenaba los patios
y el viento del este metía su aroma hasta dentro del rancho. No perfumaban tan
fuerte como los naranjos, pero su perfume era más parejo. Parecía como que
abarcara más ancho. A veces, un golpe de aire nos traía su aroma hasta más allá
de los corrales.
También
nos enseñaron cómo el otoño despoja las realidades y las prepara para
cuartear el invierno. Concentrando su savia por dentro en espera de nuevas
primaveras, amarilleaban su follaje y el viento amontonaba y desamontonaba las
hojas que ellos iban entregando.
En otoño no se esperaba la tarde del
sábado para barrer los patios. Se los limpiaba en cada amanecer.
¡Cuántas cosas nos enseñaron los dos
viejos paraísos, nada más que con callarse!
Fue apoyados en sus troncos, con la cara
escondida con el brazo, donde puchereamos nuestros primeros lloros después de
las palizas. Allí, en silencio, escuchaban el apagarse de nuestros suspiros
entrecortados por palabras incoherentes que puntuaban nuestras primeras
reflexiones internas de niños castigados. Y en el silencio de sus arrugas,
guardaron junto con nuestros lagrimones esas primeras experiencias nuestras
sobre la justicia, la culpa, el castigo y la autoridad.
Y luego, cansados de una reflexión que nos quedaba grande y
agotada nuestra gana de llorar, nos alejábamos de sus troncos y reingresábamos
a la euforia de nuestros juegos y de nuestras peleas.
Cuando jugábamos a la mancha,
transformaban su quietud en la piedra del “pido” que nos convertía en
invulnerables. Y en el juego de la escondida escuchaban recitar contra su
tronco la cuenta que iba disminuyendo el tiempo para ubicar un escondite. Y
luego eran la meta que era preciso alcanzar antes que el otro, para no quedar
descalificado. Ellos participaron de todos nuestros juegos y fueron los
confidentes de todos nuestros momentos importantes.
Escondidos detrás de sus troncos,
nuestra timidez y viveza de chicos de campo espiaba a las visitas de
forasteros, mientras escuchábamos nuevas palabras, otra manera de pronunciarlas
y nuevos tonos de voz, que luego se convertían en material de imitación y de
mímica para las comedias infantiles en que remedábamos a las visitas. Así fue como
aprendí la palabra “etcétera”, que me causó una profunda hilaridad, y que al
repetirla luego a cada momento y para cualquier cosa, nos hacía reír a todos en
la familia. En mi familia siempre producían hilaridad las palabras esdrújulas.
Al llegar la noche, todo nuestro mundo
amigo se atrincheraba alrededor de los paraísos. El farol que se colgaba de una
de sus ramas creaba una pequeña geografía de luz que era todo lo que nos pertenecía en este mundo. Más allá
estaba el reino de la noche desde donde nos venían los gemidos de las ranas
sorprendidas pro las culebras; y hacia donde los perros hacían rápidas salidas
para defender nuestro reino sitiado. Desde la noche sabía llegar hasta nuestro
puerto de luz algún forastero o algún amigo náufrago de las sombras que había
logrado ubicar el faro de nuestra lámpara suspendidas de las ramas de los
paraísos. Desde lo más hondo de la noche remaban hacia la lámpara miles de
insectos: las luciérnagas describían amplios círculos de luz alrededor de los
paraísos, y a veces volvían a hundirse en la inmensidad sideral de la noche
como pequeños cometas de nuestro pequeño sistema solar. Otras veces,
encandiladas por la luz del farol, terminaban en nuestras manos llenándolas de
todo eso misterioso que brilla en las noches.
Cuando me vine hacia el sur, la imagen
de los paraísos vino conmigo, y conmigo fue creciendo al ritmo de mi propio
crecimiento. Los veía simplemente como parte de mi propia historia.
Al volver luego de unos años, me
impresionó ver nuevamente a mis dos viejos paraísos familiares. Sí. Eran los
mismos: ocupaban el mismo sitio; los aseguraban las mismas raíces y los
identificaba por las mismas arrugas de sus troncos amigos.
Y sin embargo me parecieron más
pequeños. Cierto: la cabellera de sus copas había raleado, y tal vez sus ramas
ya no fueran tan flexibles. Pero
fundamentalmente habían quedado iguales; idénticos. No fue por haber cambiado
por lo que me resultaron más pequeños. Yo diría que fue mi relación con ellos
lo que había crecido, lo que me daba de ellos una visión distinta.
Quizá no es que los viera más pequeños;
sino que ya no me parecían tan altos, ni tan ancha su sombra, ni tan difíciles
de subir, ni tan imprescindibles dentro de la geografía del mundo que me tocaba
habitar. Mientras tanto, yo ya había conocido otros árboles grandes,
importantes, útiles o amigos, y a lo mejor había adornado inconscientemente con
esas dimensiones prestadas a mis dos viejos paraísos familiares.
Ahora, al verlos en su realidad
concreta, desmitizados de mis adornos fantasiosos, comencé a darme cuenta de
sus auténticos límites, de la dimensión concreta de sus ramas. Podría decir que
casi afloró a mi conciencia un descubrimiento:
“Mis dos viejos paraísos también tenían
su historia.”
Historia personal, intransferible. Su
existencia no era sólo relación conmigo. También ellos habían nacido en alguna
parte, habían tenido su historia de crecimiento, para luego ser trasplantados
juntos y compartir la historia de un
mismo patio. El estar allí, el compartir su vida con nosotros, su sombra y el
ciclo de sus otoños y primaveras, era el resultado de decisiones que bien
hubieran podido ser distintas, y con ello totalmente otra mi propia historia y
mi geografía personal.
Me di cuenta de la tremenda
responsabilidad de sus decisiones; cosa que ningún otro árbol había tenido, ni
jamás podría tener en mi vida.
Y pienso que, si hoy todo árbol es mi
amigo, esto se debe a la calidez de amigo que supe encontrar allá en mi
emplumar, en aquellos dos paraísos familiares. Ellos dieron a mis ojos, a mi corazón
y a mis manos, esa imagen primordial que trataría de buscar en cada árbol luego
en mi vida.
Insisto. Esto lo empecé a ver y a
comprender cuando desmiticé a mis dos viejos paraísos de todo lo que no era
auténticamente suyo. Cuando comprendí que también ellos tenían unas dimensiones
concretas y relativamente pequeñas; cuando les descubrí sus carencias y cuando
supe que su existencia almacenaba, como la mía una cadena de decisiones
personales, y no un mero sucederse de preexistencias sin historia. Cuando me di
cuenta de que tenían menos dimensiones de las que yo me imaginaba, y más
méritos de los que yo suponía.
Hoy aquel patio familiar existe sólo en
mi recuerdo. Los dos paraísos han dejado en pie dos grandes huecos de luz.
Buscando sus copas mis ojos miran para arriba y se encuentran con el cielo.
No han muerto. Y pienso que no morirán
nunca, porque rama a rama se van quemando en el fogón familiar, y de cada
astilla que se ha vuelto ceniza se ha liberado la tibieza que calienta nuestros
inviernos. Y sus troncos rugosos se han vuelto tablas de la mesa familiar que
nos seguirá reuniendo a los hermanos distantes para compartir el pan.
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