Érase una vez un hombre como todos los demás. Un hombre
normal. Tenía cualidades positivas y negativas. No era diferente.
Una vez llamaron repentinamente a su puerta. Cuando salió,
se encontró con sus amigos. Eras varios y habían venido juntos.
Sus amigos le ataron las manos. Después le dijeron que era
mejor así: que así, con las manos atadas, no podría hacer nada malo (se
olvidaron de decirle que tampoco podría hacer nada bueno).
Y se fueron, dejando un guardián a la puerta para que
nadie pudiera desatarle.
Al principio se desesperó y trató de romper las ligaduras.
Cuando se convenció de lo inútil de sus esfuerzos, intentó, poco a poco,
acomodarse a la nueva situación. Poco a poco, consiguió valerse para seguir
subsistiendo con las manos atadas. Inicialmente, le costaba hasta quitarse los
zapatos. Hubo un día en que consiguió liar y encender un cigarrillo. Y empezó a
olvidarse de que antes tenía las manos libres...
Pasaron muchos años. El hombre llegó a acostumbrarse a sus
manos atadas. Mientras tanto, su guardián le comunicaba, día tras día, las cosas
malas que hacían en el exterior los hombres con las manos libres (se le
olvidaba decirle las cosas buenas que hacían en el exterior los hombres con las
manos libres).
Siguieron pasando los años. El hombre llegó a
acostumbrarse a sus manos atadas. Y, cuando su guardián le señalaba que,
gracias a aquella noche en que entraron a atarle, él, el hombre de las manos
atadas, no podía hacer nada malo (no le señalaba que tampoco podía hacer nada
bueno), el hombre comenzó a creer que era mejor vivir con las manos atadas...
Además, ¡estaba tan acostumbrado a las ligaduras!
Pasaron muchos, muchísimos años... Un día, sus amigos
sorprendieron al guardián, entraron en la casa y rompieron las ligaduras que
ataban las manos del hombre.
- Ya eres libre - le dijeron.
Pero habían llegado demasiado tarde. Las manos del hombre
estaban totalmente atrofiadas.
Bertolt
Brecht
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