En un libro sobre la guerra del
Vietnam, leíste el ejemplo de la bala del fusil M-16. Una bala que viaja casi a
la velocidad del sonido y que, mientras viaja, gira sobre sí misma, y al
penetrar en la carne continúa girando, y rompe, lacera y desangra, de tal modo
que si a uno le alcanzan en un músculo muere al cabo de un cuarto de hora.
Una bala atroz, y es atroz que alguien
la haya inventado, que un gobierno la haya adoptado, que un industrial se haya
enriquecido con ella. Pero no menos atroz es que los obreros de una fábrica la
construyeran escrupulosa y concienzudamente, con el refrendo de sus sindicatos,
de sus partidos socialistas y pacifistas, descartándola si un defectillo
frenaba su trayectoria y le impedía romper, lacerar y desangrar.
Y también es atroz que los soldados de
un ejército la disparasen, esmerándose, para que, por favor, no se
desperdiciara, y sintiéndose absueltos por la asquerosa consigna
yo-cumplo-órdenes. Ya estoy harta de la cantinela yo-cumplo-órdenes; estoy
harta de la responsabilidad que sólo se atribuye a los generales, a los ricos y
a los poderosos: entonces, ¿qué somos nosotros? ¿Datos en el registro civil,
números que se manipulan como a ellos les place en las guerras y en las elecciones,
en la propaganda de sus ideologías, iglesias e ismos? También es culpa mía,
nuestra, tuya, suya, de cualquiera que obedezca y sufra si aquella bala es
inventada, fabricada, disparada.
Decir que el pueblo es siempre víctima,
siempre inocente, constituye una hipocresía, una mentira y un insulto a la
dignidad de todo hombre, de toda mujer, de toda persona. Un pueblo se compone
de hombres, mujeres, personas, y cada una de estas personas tiene el deber de
elegir y decidir por sí misma; y no se deja de elegir y decidir porque no sea
general, ni rico, ni poderoso.
Oriana Fallaci. “Un
hombre”
Señor, Tú nos creaste para crear, no para destruir. ¿En qué lugar del camino nos hemos perdido?
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