Si me pidieran una definición sencilla de mí misma, podría decir que tengo 20 años,
soy estudiante y me confieso creyente. Sí, soy joven y creyente a la vez, y lo
subrayo porque en nuestros días hay quien dice, con total seguridad en su afirmación,
que eso es imposible. Que las palabras joven y creyente no casan bien en una misma frase,
porque «los jóvenes ya no hacemos eso», porque «ser creyente es ser un carca», porque
«la sociedad está cambiando».
Efectivamente, la sociedad está cambiando, pero no por ello la gente deja de apostar por la
fe. Y digo apostar porque parece que en nuestros días creer supone arriesgarse a ser
tomado en serio o no. Muchas veces, por miedo a perder una reputación, una
seguridad o una confianza, preferimos callarnos y guardarnos lo que sentimos para
alguien que comparta nuestra fe.
La gente creyente joven (y con joven me refiero a persona en edad universitaria) vive diariamente una serie de situaciones incómodas y sin sentido que hacen reflexionar. Son cosas tan simples como sentir vergüenza al decir que uno va a misa (o directamente ocultarlo) o llevar un signo religioso visible y que la gente le pregunte: «¿Por qué llevas esa cruz?» Pues ahí está la clave del asunto, ¿por qué llevamos esa cruz? ¿Por qué cargamos con el peso de la vergüenza y el incomodo cuando se trata de hablar de nuestra fe? Son muchas las ocasiones en que nos vemos obligados a callarnos o a minimizar nuestras creencias por miedo a lo que puedan pensar. Por miedo a que nos encasillen como ‘antiguos’ o a que, directamente, nos rechacen.
Sin embargo, ¿merece la pena ese miedo frente a la libertad de poder decir en alto lo que
uno siente? Yo creo que no. Porque cuando uno ha elegido, o más bien, se ha sentido
llamado a seguir este camino, el miedo no es más que un obstáculo que ralentiza la marcha.
La duda es inherente a la fe, pero el miedo lo ponemos nosotros. Y toda persona se
merece ser feliz siendo una misma. Pero es cada uno quien debe decidir sobre su vida,
enfrentarse a sus miedos y pronunciar en alto las palabras que los provocan. Y también
debe hacer ver a esa sociedad que no lo entiende que un joven creyente no es una persona
antigua o alguien que acuda engañado a seguir las tradiciones de sus padres. Se trata,
sencillamente, de alguien que busca respuesta a sus preguntas y que ha descubierto en su
vida otra forma de ver el mundo. Alguien que busca más allá.
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