Según antiguas tradiciones tibetanas, Dios viene muchas
veces a visitarnos a cada uno, pero se marcha porque sencillamente no nos
encuentra. No estamos en casa. Es decir, que no estamos donde estamos. Que
estamos presentes, sí, corporalmente, físicamente donde está en aquel momento
nuestro cuerpo externo, pero que nuestra mente, nuestra alma, nuestra
conciencia están lejos, están dispersas, están perdidas sin saber dónde están.
Dios llama a la puerta, pero no hay nadie en casa. Nadie contesta. Se pone ante
nuestros ojos, pero no le vemos. Habla a nuestro interior, pero no le
escuchamos. No estamos en casa. Estamos ausentes de nosotros mismos. Ésa es
nuestra dolencia.
Una visita de cortesía no es un encuentro de conciencias. Un
apretón de manos puede ser un mero frotar de piel. Y con frecuencia estamos
fuera de nuestra piel. Dios no nos encuentra porque nosotros no nos hemos
encontrado a nosotros mismos.
Ése es el secreto del recogimiento, la contemplación, la
unión: estar en casa cuando Dios llama.
Carlos G. Vallés
Vida Nueva, nº 2031 de
marzo del 96
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