viernes, 10 de junio de 2016

VIERNES 10 DE JUNIO, El hombre que todo lo podía.

Había una vez un hombre que lo podía todo. 
No sé si era un hombre del tiempo en que las magias eran verdaderas o un hombre que llegó a conseguir todo lo que el condición terrena se puede alcanzar. Su nombre era simplemente el-hombre-que-todo-lo-podía. 
Cierto día, el-hombre-que-todo-lo-podía se cansó del tráfago de su metrópoli y buscó lugares solitarios para poder oír el silencio y gozar de la tranquilidad de estar parado. Pasados algunos días, comenzó a reflexionar y con la reflexión vino la turbación. Se dio cuenta de que no esta parado en absoluto. Se encontraba girando a una velocidad de 1.700 km. por hora, pues ésta es la velocidad con que gira la tierra sobre su eje. Se cansó de la tierra, que lo arrastraba todo irresistiblemente. 
Como era el-hombre-que-todo-lo-podía, resolvió abandonar el suelo terrestre y situarse por encima de él, más allá de la estratosfera, en el tranquilo silencio de su satélite. Corría mucho; pero, al menos, giraba sobre su eje a una velocidad inferior a la de la tierra. Pero cierto día se sobresaltó su corazón. Se percató de que nada había conseguido en su huida. En realidad estaba girando junto con la tierra y con todos los seres que se hallan bajo su campo de atracción, a 107.000 km. por hora alrededor del sol. 
Ideó una solución que le iba a garantizar su tranquilidad. Decidió salirse totalmente de la órbita terrestre. Y fijó su morada más allá de la órbita de Júpiter. Allí iba a estar, por fin, libre de la asfixiante velocidad de la tierra. Pero al poco tiempo volvió a sentirse súbitamente preocupado. Pese a haberse alejado mucho de la tierra, no había logrado todavía huir del sol. Con el sol y todos los demás planetas del sistema solar, se encontraba girando  a 774.000 km. por hora en torno al centro de nuestra galaxia. 
Como era el el-hombre-que-todo-lo-podía, decidió trasladarse fuera de nuestro sistema solar. Buscó otros parajes cósmicos. Se instaló allí, tan lejos y tan tranquilo, que le importaba muy poco saber en qué sistema estaba situado. Por lo menos estaba fuera de las vertiginosas velocidades del sistema solar. 
Pero cierto día tropezó con un dato que le quitó por completo la tranquilidad que había encontrado. estaba, efectivamente, girando a una velocidad de locura, 2.172.000 km. por hora, acompañando a nuestra galaxia en un viaje en torno al centro de un conjunto de 2.500 galaxias vecinas. 
Se enfureció. Intentó todo lo que podía (no olvidemos que se llamaba el el-hombre-que-todo-lo-podía); se puso a andar en sentido inverso al movimiento de la galaxia, despacio, muy despacito. Con relación a la velocidad exorbitante de los demás podía sentirse verdaderamente parado. 
Pero cierto día enmudeció aterrorizado e impotente. Se dio cuenta de algo terrible, para su tranquilidad: integrado en el conjunto de todos los cuerpos celestes (tierra, sol, galaxias, conjunto de galaxias) estaba corriendo, o mejor, huyendo, a una velocidad de 579.000 km. por hora, de un punto del espacio donde, muy probablemente, todos los cuerpos celestes tuvieron su origen en una gigantesca explosión ocurrida diez mil millones de años antes. 
El-hombre-que-todo-lo-podía, repentinamente, intuyó que no podía más. Por más que huyera, no huía suficientemente. Estaba llevado por algo mayor que él, que lo envolvía. Buscar la tranquilidad significaba perderla. 
Y el-hombre-que-todo-lo-podía renunció a su nombre y a sus pretensiones. Regresó humildemente a su tierra y, una vez en ella, tornó a su casa. Se sentó tranquilamente en su balcón y aprendió a contemplar con tranquilidad las cosas que, a pesar de las velocidades a que estaban sometidas, no se alborotaban ni se enfurecían, sino que estaban como paradas en su serena tranquilidad y en la tranquila serenidad de una naturaleza muerta. Aceptar y acoger la velocidad era encontrar la tranquilidad. Era encontrar la gracia de todas las cosas.

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