EL LOBO Y EL PERRO
Era
un Lobo, y estaba tan flaco, que no tenía más que piel y huesos: tan vigilantes
andaban los perros de ganado. Encontró a un Mastín, rollizo y lustroso, que se
había extraviado. Pensó en acometerlo y destrozarlo, cosa que hubiese hecho de
buen grado el señor Lobo; pero había que emprender singular batalla, y el
enemigo tenía trazas de defenderse bien.
El Lobo se
le acerca con la mayor cortesía, entabla conversación con él, y lo felicita
por sus buenas carnes.
—No estáis
tan lucido como yo, porque no queréis, contesta el Perro; dejad el bosque; los
vuestros, que en él se guarecen, son unos desdichados, muertos siempre de
hambre. ¡Ni un bocado seguro! ¡Todo a la ventura! ¡Siempre al atisbo de lo que
caiga! Seguidme, y tendréis mejor vida.
Contestó
el Lobo:
—¿Y qué
tendré que hacer?
—Casi nada
—repuso el Perro—, acometer a los pordioseros y a los que llevan bastón o
garrote; acariciar a los de casa, y complacer al amo. Con tan poco como es
esto, tendréis por gajes buena pitanza, las sobras de todas las comidas, huesos
de pollos y pichones; y algunas caricias, por añadidura.
El Lobo,
que tal oye, se forja un porvenir de gloria, que le hace llorar de gozo. Camino
haciendo, advirtió que el Perro tenía en el cuello una peladura.
—¿Qué es eso? —preguntóle.
—Nada.
—¿Cómo nada?
—Poca cosa.
—Algo será.
—Será la señal del collar a que estoy
atado.
—¡Atado! —exclamó el Lobo—; pues,
¿qué?, ¿no vas y vienes a donde queréis?
—No siempre, pero eso, ¿qué importa?
—Importa tanto que renuncio a vuestra
pitanza, y renunciaría al mayor tesoro por ese precio. Y echó a correr. Y aún
está corriendo.
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