Para aquellos que hemos estudiado alguna vez algún instrumento musical, sabemos que el metrónomo es un elemento esencial para el estudio. A la hora de ejecutar una pieza musical, conviene ensayarla a tiempo constante, no sea que al afrontar tramos fáciles de la partitura corramos más y cuando la cosa se vuelve difícil el ritmo se ralentice demasiado y perdamos el ritmo de la pieza musical. Asumo que pensar en Dios como metrónomo puede dar a entender cierto aire mecanicista, como de robot. Pero ni mucho menos: nos abre a una metáfora de la vida que puede ser muy inspiradora.
En primer lugar implica dejar que sea Dios quien marque el ritmo de nuestra vida: no soy yo quien decido que algo ocurra rápido o lento porque así me apetece. No soy el centro de mi vida: si quiero que Dios lo sea, acoge el ritmo que Él te plantea.
En segundo lugar implica –y eso ya es más difícil- captar cuál es la velocidad adecuada para vivir cada momento de nuestra vida. ¡Claro! Si queremos vivirlo desde Dios. Hay quienes piensan que un ritmo lento pero seguro nunca falla: y se mueren de aburrimiento. Pero hay quienes piensas que la velocidad hace buenas las cosas: y no paran de fallar pisando a los otros sin tiempo para escuchar la música que suena a su alrededor.
Es ésta la imagen de Dios y a la vez una invitación para nuestra vida: no sólo es importante el TIEMPO que escojamos. También es importante el TEMPO de nuestra vida (porque la música habla de tiempos y tempos): un tempo que permita reconocer que Él nos precede en nuestra vida; un tempo (lento, ágil o rápido cuando convenga) que nos permita reconocerle como Señor de nuestra vida. Un tempo que la comunidad ayuda a confirmar o corregir. Aplicándolo a nuestra vida significa estar familiarizado con las siguientes preguntas: ¿adónde voy y a qué? y ¿cómo Dios se me ha hecho presente en este día?
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