Para saber de qué estamos hablando, es preciso hacer un poco de historia. Creo que se puede afirmar, sin equivocarse, que la relación entre la teología y las mujeres, durante siglos, ha sido problemática. Hasta hace muy poco, a las mujeres se les ha negado su condición de sujetos teológicos. Durante casi dos mil años, por tanto, han sido consumidoras pasivas de una interpretación teológica y una proclamación de la fe elaboradas exclusivamente por varones y, en su mayoría, clérigos.
Sin embargo, la condición femenina sí ha sido objeto de reflexión teológica y tema habitual de la predicación, y no para meditar sobre lo femenino como modo de ser de lo humano, sino para explicar cuestiones tan fundamentales para la humanidad como el origen del mal, el dolor y la muerte, asociados –como todos sabemos– al pecado original y, más concretamente, a Eva. Así, la mujer ha sido considerada secularmente como agente de Satán –Eva culpable que trajo el mal al mundo–, y su cuerpo, percibido como impuro, ha sido interpretado como ocasión de pecado, obstáculo entre Dios y los hombres, y causa del imperfecto parecido entre la Divinidad y las mujeres.
Por otra parte, se sublimó la maternidad como meta y realización de las mujeres y como expiación de su culpa. Fueron consideradas, por tanto, como cuerpos destinados o bien a la iglesia –las vírgenes, cuya maternidad se considera espiritual–, o a la familia –las madres–, pero siempre pasivas y receptoras. En este contexto, las que se atrevieron a asumir un papel activo –y siempre las hubo– fueron criticadas, perseguidas e incluso asesinadas por ser mujeres y no permanecer en el lugar asignado a su sexo. Mary Ward es un claro ejemplo.
Este discurso eclesiástico sobre la mujer se convirtió en un pilar fundamental para sostener y reforzar el orden social patriarcal en Occidente, Es cierto que el cristianismo no inventó el patriarcado, pero también lo es que las teologías cristianas contribuyeron a alimentarlo y consolidarlo durante siglos. Quizá porque la propia Iglesia adoptó dicho orden en su estructura interna, a pesar de que Jesús llamó a las mujeres y a los varones a un discipulado de iguales.
Señor, Jesús, Tú que nos llamaste a mujeres y hombres a tu discipulado por igual. Ayudanos
oír tu llamada.
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